domingo, 4 de octubre de 2009

Accidente

Veo una gota que se desliza por una hoja de pasto alargada. Puedo olerla. El olor está en la boca, pero ya no es boca. Siento calor en las piernas pero suena en los dedos de mis pies. Oigo los dedos de mis pies. El sonido caliente sube por mi columna hasta los ojos. Vuelvo a ver lejos, a través del pasto. Cerca del auto con las ruedas hacia arriba: una mujer en carne viva. La veo vertical pero está acostada. No sé si la veo. Escucho el silencio de su cuerpo reptando por la tierra fina como talco. Escucho su boca con mis dedos. Huelo su cerebro. Intento recordar quién es, pero recordar es algo sólido. Es una pared de piedra con letras amarillas. No entiendo el idioma pero comprendo la textura de la pintura en la piedra. Me siento bien pero no sé qué es bien. Ella está sola, tendida en la tierra fina. Su piel roza la tierra, me levanto en remolinos y le espeso las lágrimas. Ahora sangre y nafta arden en mis oídos. El ardor de las palabras es áspero. Trago y descubro el placer de la acidez en mi estómago. Sin embargo no tengo estómago. Es solo una bola de gas tibio en el ombligo.
¿Cómo llega la gente a los accidentes? La pregunta aparece escrita, cincelada por dentro, en la esfera de mi cráneo.
Mis brazos son fluorescentes. Soy gente y un perro viejo observando la escena.
Tengo la saliva espesa, oigo latidos suaves y el lento fluir del líquido. De pronto dejo de oír y de percibir el sabor de la tierra. Estoy en un hombre con camisa roja. Me pica un ojo y me froto con el dedo sucio. Siento la savia correr por mis ramas. Desde el árbol la vida transcurre muy lentamente. En comparación la gente parece moverse en cámara rápida. Casi no alcanzo a verlos, son rayos de luz. Luego, en la anciana, hago un gesto casi de espanto. Me duele la espalda, vuelo y percibo el color de las flores. Soy tan liviano y es tan dulce el olor que entra por mis antenas. Ahora, en ese chico, siento el frío del metal del manubrio, la aspereza del óxido en la piel. Me chorrea la nariz. Paso el dorso de mi mano para que los mocos líquidos se peguen a ella. Luego se van endureciendo como mi sangre. El olor de la sangre en la nariz, que es mía pero no puedo tocar. Vuelvo a alejarme de este cuerpo que se enfría lentamente. Tengo sed. Una pantalla enorme muestra el mundo visto por miradas ajenas. Pienso en las moscas, en sus ojos. No tengo párpados. Puedo oler la carne con los vellos de mis manos. ¿Cómo llegan las moscas a los accidentes?
La mujer tiene miedo de estar muy grave. Soy la viejita y la tranquilizo diciéndole que no esta tan mal. Ella no nos cree. Dice: “no me mientan, miren esto” y nos muestra sus raspones, su carne viva, su sangre. Soy aquel hombre y pienso que tan mal no está, que se ve que no tiene huesos rotos porque puede revolcarse y hablar y mostrar sus heridas. Lo pienso pero no se lo digo. Se lo digo desde el niño que sostiene su bici. Le digo que no tiene huesos rotos, y que eso ya es bastante. En un viejito muy arrugado me duelen los huesos y tengo ganas de volver a casa. Pienso que si la mujer se sigue revolcando se le van a infectar las heridas. Pienso, pero no se lo digo.
Mis patas se adhieren al tronco del árbol. Subo, veloz, buscando hojas tiernas. En el árbol no siento las hormigas caminar por mi corteza. El cosquilleo no es por sus patas. El cosquilleo ahora es mío. Creo que es mío.
Vuelvo a pensar desde la gente que mira fijamente a la mujer. Pienso en cosas distintas desde cada uno: está linda la rubia iba sola en el pelo tierra oreja sangrando se le ve la bombacha apurada ésta gente habrá plata en el auto charcos de nafta pobre mujer vendrá la ambulancia que buenas tetas a veces explotan. No me veo detrás de los arbustos. No me veo desde ninguna de esas miradas. Solo pensamos en esa mujer lastimada. Pensamos, pero ya no le decimos nada.
Vuelo en cada una de las doce moscas alrededor de un trozo de carne fresca. Me poso y desovo. Es placentero desovar.
Vuelvo a las miradas. El espectáculo sigue siendo entretenido. Me expando y vibro. Siento el cosquilleo de la electricidad. Soy electricidad y mi energía toca los árboles, el perro, la gente. Siento que me despido, pero despedirse es moléculas que se rechazan, otras que se atraen. No sé qué es una molécula. Veo que ella intenta sentarse y desde una mujer le pido que no se mueva. Veo que sus ojos intentan recordar. Su rayo me toca los oídos. No puede verme entre los arbustos. Murmura mi nombre. Lo reconozco entre cientos de miles de nombres de cosas que suben como los títulos de una película. Antes de llegar a la palabra “Fin” logro latir un instante en su cuello.

Para ver la tapa del libro dónde publiqué éste cuento y un comentario de Liliana Díaz Mindurry, clic aquí: 
http://humbertomeoli.blogspot.com/2010/09/trabalenguas.html

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